Apolo

marzo 04, 2020

Una respiración profunda brotó de su pecho. No obstante, la de Eros era descontrolada y agitada, inevitablemente perjudicada por su furia.

– Vuelve siquiera a dirigirte a mí, y te privaré de todos tus poderes.

Apolo, sin embargo, no mostraba miedo alguno. Le gustaba enfadar a los otros dioses. Su problema era no calcular el límite de las cosas, antes de que estas se volvieran en su contra.

– Qué, ¿crees que llevar una flecha de oro te hace importante de alguna manera? –paró, mirando de soslayo a Eros. Este suspiró, intentado no perder la poca paciencia que le quedaba-. Ajá, me lo temía. ¿Acaso no sabes quién soy?

La repentina pregunta hizo que Eros se enfureciera aun más. Aquello no iba a acabar bien. Solo los dioses sabían de lo que eran capaces aquellos dos.

– Deja de molestarme antes de que tenga que llamar a Zeus. O algo mucho peor.

Apolo soltó una breve carcajada. El pobre Eros no daba crédito a la infinita arrogancia que los dioses podían heredar.

– Soy Apolo. Dios del sol, de las profecías y de la belleza, Hijo de Zeus y Hera. Ah, y por si se me olvidaba, no le tengo miedo a un maldito mentiroso como tú –hizo una pausa, y continuó-. Y ya puede aparecer aquí mi santo padre y quitarme los poderes. Porque juro que si hace falta, lo mataré.

Eros agachó la cabeza, reprimiendo una sonrisa. Aquella situación lo saturaba, y sabía que si seguía con aquella disputa, las cosas acabarían más que catastróficas.

Dio media vuelta y se preparó para marcharse, pero unos fibrosos brazos lo interrumpieron en su intento de huida.

– ¿Adónde crees que vas, Eros? ¿Le tienes miedo al gran Apolo? –le retó, mientras se miraban a los ojos completamente blancos que los dos poseían.

– ¿Acaso tú no le tienes miedo al dios del amor? –preguntó. El silencio fue la respuesta que Eros buscaba -. Sabes perfectamente que con mis flechas podría hacerte mucho daño, muchísimo. Y no solo a ti.

Apolo frunció el ceño. De todas formas, él ya sabía de lo que estaba hablando. Antes de que pudiera contestarle, Eros inquirió:

– ¿Andas detrás de algunas ninfas, verdad? No intentes mentirme. El oráculo puede decírmelo.

– Sí, es cierto. Pero no solo sigo a ninfas. Hay musas también.

– ¿Es que no te cansas de perseguirlas? No tendrás suerte en el amor. Ya te lo dijo el oráculo… – dio un respingo hacia atrás, ya que Apolo se había situado en frente de él en menos de un segundo.

– ¿Quieres hacerme enfardar? Porque aquí podemos jugar los dos. Yo también podría hacerte daño.

– Pero no más que yo a ti, Apolo –susurró Eros, sentenciando aquella interminable discusión entre dioses.

No había más que discutir.

Se enzarzaron en una de las más épicas batallas del Olimpo. El escultural y también arrogante Apolo había posicionado su cuerpo, preparado para luchar. Eros, por el contrario, no tenía mucho por lo que temer. Agarró con fuerza una de las flechas que tenía en la espalda, pero no la sacó.

– Eres un maldito miserable que solo vende historias. Nadie te ha visto usar “tus poderes”. ¿Y eso de que puedes hacer que una persona se enamore de otra? Me encantaría verlo –gruñó, y al instante un rayo divino dio directamente en el pecho de Eros. El dios, un tanto contrariado por el valiente acto que se había cometido en su contra, arremetió contra Apolo, utilizando el elemento aire como arma. Apolo esquivó la ráfaga de viento, pero en un segundo intento por dar en el blanco, Eros manipuló el aire con más agilidad y logró darle en el estomago, derribándolo y consiguiendo que cayese al suelo.

Si Zeus o Artemisa no aparecían pronto, Apolo podría sufrir graves consecuencias. Aunque él fuese más fuerte y poderoso, Eros tenía dos de las armas más letales: la flecha de oro y la flecha de plata. Si disparaba la de plata al pecho de Apolo y posteriormente la de oro a cualquier otra persona, Apolo quedaría irrefutable y locamente enamorado de ella. Para siempre, o eso decían. Aquello solo acababa de empezar, pero como siguieran así, Eros sentenciaría el destino de Apolo en un abrir y cerrar de ojos.

Mientras que Apolo seguía tendido en el suelo con la respiración cada vez más agitada, Eros se acercó.

– Conozco a muchas ninfas de las que podría hacer que te enamoraras. Pero ten cuidado. La víctima no serías tú. ¿En serio quieres que lo haga? Ahora tengo a una ninfa perfecta en mente para ti. No me tientes, porque juro por todos los dioses que lo haré –le amenazó.

Apolo se levanto velozmente y alcanzo el brazo derecho de Eros. Lo agarró con fuerza, empujándolo hacia atrás. Una vez habiéndolo soltado, le propino un fuerte puñetazo en la mandíbula. Eros se retorció de dolor, echándose hacia atrás en un intento de mantener equilibrio. Ya había aguantado mucho. No había vuelta atrás, ya no había opciones. Tenía que hacerlo. Y sería rápido.

– Tú te lo has buscado –anunció Eros, sacando la flecha de oro e instantáneamente tensándola en su grande y hermoso arco dorado.

El arrogante y malcriado dios del sol voló unos metros hacia atrás. Sus ojos blancos se tiñeron de un color rojizo. La ira comenzaba a arder por todo su cuerpo.

– ¡Ahora mismo te mandaría al inframundo! ¡Si pudiese no te mataría, te metería con los locos de Hades y Perséfone para siempre! Y ten claro que me aseguraría de que nunca consiguieras salir de allí. Créeme cuando te digo que no será de agrado vivir con ellos.

– Zeus quizás me castigue por esto, pero lo entenderá. Solo espero que no te vuelvas tan loco como me temo que lo harás. Aunque, de hecho, ya lo estás. –respondió Eros.

Apolo voló de nuevo hacia él, pero Eros fue más rápido. Apuntó al pecho de Apolo y lanzó la flecha, dando exactamente en su objetivo.

Sin perder el tiempo, Eros transportó a Apolo, aún con la flecha clavada en el pecho, al interior del Olimpo. Echó un rápido vistazo divisando finalmente a su presa. Aquello no iba a ser nada bueno, pero Apolo se lo había buscado.

Alzó el arco y posiciono en él la otra flecha.

– Hazla volar. No te tengo miedo –musitó Apolo, derrotado en el suelo.

Eros sonrió al pensar en lo iluso que era Apolo. Se aclaró la garganta y gritó. Fue un grito celestial, pero con eso le bastó. Casi todas las ninfas presentes miraron en su dirección. Después hicieron muecas de horror al ver la escena que estaban presenciando. No todos los días se veía a dos dioses peleando en el Olimpo.

La primera ninfa que se dio la vuelta era la que Eros buscaba. Se llamaba Dafne. Era tan bella que su esplendor iluminaba cada sitio que pisaba. Eso pasaba con todas ellas, pero Dafne era especial. Soltó la flecha y también dio en el blanco.

– No, claro que no me tienes miedo. Ni yo te tengo miedo a ti. Ahora es ella la que te debería temer–dijo, y se evaporó sin más, dejando a Apolo y a Dafne solos.

Apolo no entendió nada. Lo único en lo que estaba pensando era en todas las posibles maneras que había de patearle el culo a Eros. Sin embargo, algo nuevo fluía por su éter. No quería pensar que las leyendas del Olimpo eran ciertas, así que cerró los ojos y esperó. Nada había cambiado, excepto por el hecho de que al abrirlos de nuevo se encontraba frente a frente con Dafne.  “¿Cómo he llegado hasta aquí?”, se preguntó. Ensimismado con la belleza que poseía la ninfa, dio un paso adelante. Ella, uno hacia atrás.

Lo que ninguno de los dos sabía era que el destino les iba a jugar una mala pasada. Ella tendría que escapar de él, y en uno de los intentos, él la convertiría en árbol por haberlo rechazado. Y todo por culpa de la arrogancia e inconsciencia de Apolo.

Lo que esto me lleva a pensar es que los dioses, todos y cada uno de ellos, son testarudos, ignorantes y egocéntricos. No les preocupa lo que les pueda pasar, aunque yo les advierta cada dos por tres de lo que va a ocurrir.

Nunca subestiméis a un dios. Y mucho menos os fieis de uno. 

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