Fuego invernal

marzo 07, 2020

Olía a leña.

La gruesa corteza se estaba consumiendo y las llamas ocupaban toda la chimenea. El calor que emanaba hizo que Pablo se estremeciera del gusto que sentía al estar acurrucado allí, con su vieja y desgastada manta azul.
– ¡Rebeca!
Tan agradable como de costumbre, su hermano siguió coreando su nombre hasta que bajó las escaleras y se reunió con él.
Rebeca vestía de negro y su pelo estaba más que enmarañado. Miró un instante al fuego, y en sus ojos ambarinos se reflejaron las llamas, convirtiéndolos en dos bolas llameantes. Se percató de la inusual forma en la que la leña se astillaba dentro de la chimenea. Aquel fuego, que seguía avivándose a sí mismo de un modo tan ardiente, era digno de contemplar.
– Feliz año nuevo, hermana.
Sumisa en sus pensamientos, giró la cabeza y posó su mirada en la maravillosa sonrisa de Pablo. Nunca había logrado comprender la insistencia de su hermano para que encontrase algo que la hiciera feliz. Ella era feliz a su manera, no necesitaba nada más. Quizás, solo tal vez, a alguien.
– Papá está en la cocina –paró un segundo, inspeccionando el pasillo-. Anda, ve y deséale un próspero año nuevo. Te lo agradecerá.
Sin mediar palabra, Rebeca se encaminó de vuelta a su habitación. Su hermano solo intentaba alegrar a todo el mundo, pero ella pensó que aquel no era el momento. Nunca lo era. Y ella nunca sabría cuando llegaría ese instante.
Las escaleras chirriaban bajo sus fuertes pisadas, y el polvo caía hacia los lados.
Pablo había dicho que su padre se encontraba en la cocina, así que se le ocurrió pasarse por su cuarto primero.
Era egoísta no apoyar a su padre en un momento tan difícil. Pero era doloroso tanto como para él y como para ella y su hermano. Así que lo dejo estar. A veces el silencio puede llegar a ser el mejor confidente, incluso un buen amigo.
La puerta se encontraba entreabierta. Las paredes color hierbabuena le evocaban algún que otro recuerdo de escapadas familiares a parques naturales de alrededor. Vagamente consiguió recordar bien aquellos días. Pero eso sí, sabía que por mucho que no recordara cada detalle, aquellos fueron los días más felices de su vida. Y para ella era mucho decir; solo tenía diecisiete años.
El peculiar color de la habitación también reflejaba la alegría, el bienestar y la esperanza. Pero Rebeca pensó que era irónico, pues nunca había explorado ninguna de aquellas sensaciones.
La cama matrimonial se alzaba a una altura perfecta para su gusto. Su padre nunca llegó a cambiar el velo azul que caía sobre ella. No lo culpó, pero aquello era poco higiénico, aunque a la vez tierno y emotivo.
Sus pasos eran lentos y un poco inseguros. Se acercó a la cama y se quitó los zapatos para luego tumbarse y acurrucarse a ella misma en el colchón. Mirando al techo, vio las débiles estrellas brillar en la escasa oscuridad que se cernía sobre la habitación. Aquellas pegatinas fluorescentes las había puesto su madre cuando ella nació. Solía llevarla allí, a su habitación, a cantarle una preciosa nana en francés para que se durmiera. A Rebeca le ensimismaba escuchar a su madre cantar, pero aún más le encandilaba ver aquel universo encima de ella, en el techo. Por eso, cada vez que se le presentaba la oportunidad, se refugiaba en el cuarto de sus padres y comenzaba a contar las estrellas. También intentaba cantar la nana, la cual, a pesar de haber pasado muchos años sin oírla, seguía flotando por su cabeza cada noche que pensaba en ella. Aquello la llenaba de tranquilidad, y a veces eso era lo que necesitaba para estabilizarse.
Su corta melena rubia, que apenas rozaba sus hombros, se encontraba algo mejor de lo que había estado minutos antes. “Magia”, pensó. El cuarto era mágico. “Ojalá.”
La intensidad del brillo descendió, y las estrellas eran casi imperceptibles, ya que alguien había encendido la luz del pasillo, absorbiendo la oscuridad del cuarto. La intensa luz de sus ojos reflectaba en el techo en aquel instante, justo cuando se oyeron pisadas al final de las escaleras. Esta vez, no opuso resistencia al preciado tiempo y se dio prisa en ponerse los zapatos. Con unos pasos trepidantes, salió del cuarto, pero no sin antes haberle dado un beso al marco de fotos que guardaba su padre en el primer cajón de la vieja cómoda.
Al llegar a su cuarto, pudo ver a su padre caminando hacia el cuarto por el pasillo. Rebeca entró en su habitación y cerró con llave. Al apoyarse en la pared, suspiró. Empezó a plantearse que debía cambiar de rutina. Se dijo a si misma que necesitaba un cambio de aires. Merecía ser feliz, eso era lo que Pablo siempre decía. Pero, ¿acaso no lo era ya?
Una vez dentro de su propio cuarto, ignoró su cama y se acercó a la ventana. La nieve cubría gran parte del porche, y era casi imposible poder entrar y salir de la casa. Recordó el fuego de la chimenea, y pensó en la frágil pero a la vez poderosa combinación de ambas cosas.
Abrió su armario y sacó uno de los pinceles. El lienzo ya estaba preparado, encima del caballete y con las pinturas alrededor. Lo acercó a la ventana y decidió que no tenía por qué pensar. Debía ser concisa y directa. Quería olvidar el mundo que la rodeaba y concentrarse solo en plasmar sus sentimientos en el cuadro que tenía frente a ella.
La primera pincelada fue suave e infinita. El color naranja empezaba a cubrir gran parte del lienzo y Rebeca se había cansado de utilizar aquel color que le recordaba a un atardecer. Se sentía confusa, así que probó con un color más neutro. El blanco que había elegido era especial, ya que se podía diferenciar en el lienzo sin ningún problema.
Tardó alrededor de media hora en pintar un cuadro que titularía “Fuego Invernal”, y solo había usado dos colores: el naranja y el blanco. Un contraste de colores casi opuestos, pero que reflejaban exactamente cómo se encontraba en ese momento. Era como el fuego y la nieve. Opuestos, pero aunados de forma arbitraria. Ella no había elegido sentirse así. Tampoco sabía si todo por lo que estaba pasando podría omitirse de alguna manera. Ya se lo habían dicho: “No dependemos de las personas. La felicidad debemos encontrarla, Rebeca. Vive y se feliz.” Su padre era un gran psicólogo. Suspiró por segunda vez, pero aquella vez fue un suspiró largo y controlado. Tenía mucho que agradecer a su padre, también a su hermano. Dejando el cuadro a un lado, se retocó el pelo con las manos y se limpió la cara. El agua que corría por su cara calmó su sed, su ansia, su dolor.
Salió, más decidida y segura que antes. Bajó las escaleras, casi levitando. Las escaleras no chirriaron.
Su hermano seguía tumbado en el sofá, viendo algún programa paranormal de adolescentes. Su padre, de vuelta en la cocina, estaba ultimando los detalles de la cena. Se acercó a él, dejando atrás a Pablo.
Manuel abrió los ojos de par en par, sorprendido por ver a su hija con una sonrisa ladina asomando de sus labios.
– Rebeca. Me alegro de que hayas decidido unirte. He hecho ensalada y también he comprado tarta.
– ¿De chocolate? –inquirió ella, alzando una ceja.
– Claro. ¿Cómo iba a olvidarme?
Habían armado tanto alboroto que Pablo quiso incorporarse a ellos. Abrió la puerta de la cocina y se sentó, complacido de ver a su hermana allí.
– ¿Vas a cenar con nosotros? -dijo alegre, con un timbre de voz dulce que a lo largo de los meses había desaparecido. Créeme, estás van a ser las navidades más especiales de tu vida.
Rebeca sonrió, sin saber qué decir. Pensó que una respuesta podría estropear aquel momento tan bonito, así que se sentó encima de él y le dio un fuerte abrazo. Pablo se quedó mirándola, perplejo. Pero una vez que el asombro desapareció, le devolvió el mismo abrazo.
Su padre les sirvió la ensalada y comenzaron a comer. Ya era año nuevo, ya había pasado la medianoche. Pero daba igual. No podían comer antes de tiempo. Manuel siempre decía que si lo hacían, habría significado que todo por lo que habían pasado no dio sus frutos. Que la superación por la que tanto habían trabajado habría sido en vano. Debían comenzar a ser felices de nuevo, en el nuevo año. Y qué mejor forma de hacerlo que cenando los tres, más unidos que nunca.
Rebeca no paró de reír en toda la cena, algo que no hacía desde hace mucho tiempo. Su hermano mayor tenía razón, aquellas navidades eran las más especiales que había tenido en su vida.
Las primeras navidades que no iban a poder compartir con su madre.

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